Sobre la obra
La fotografía que Errázuriz realiza de Evelyn cruza la composición en una posición inversa a la de la Venus de Urbino de Tiziano o la Olympia de Manet. Son imágenes en espejo. Aquellas descansan desnudas, sobre las telas blancas, curvan levemente su cuerpo hacia quien las mira, lo despliegan de derecha a izquierda. Todas observan fuera del cuadro. También Evelyn, con la cabeza sostenida, elevada, los labios entreabiertos. Aunque conserva un gesto equivalente en las manos, no tiene que disponerlas para cubrir el pubis. El maquillaje intenso, un acolchado barato, el papel despegándose de los muros, son los datos dispersos de un entorno construido tan solo con los restos o las apariencias del glamour que en su conjunto la imagen pretende invocar. Como en la Venus de Urbino, una ventana se refleja en el espejo, como aquel que también introduce Velázquez en la otra y emblemática Venus. Allí ella muestra su desnudez desde la espalda mientras su rostro se ve en el espejo. Aquí, Evelyn hace lo opuesto, nos mira con sus ojos enmarcados por el maquillaje. En esta fotografía se funden todos los momentos anteriores de este encuadre; la persistencia de una imagen que compacta una historia de la representación del cuerpo dispuesto para la mirada, impuesto desde la retórica de la seducción. Una persistencia interpelada por el desvío desde el que se presenta un cuerpo otro, un cuerpo travestido. La cinta de terciopelo que cubre el cuello, que tapa el dato protuberante, inocultable, de esa sexualidad que muta con la ropa y con el maquillaje, es el lugar en el que se comprimen los datos de su alteridad.
Andres Giunta