El Gabinete de las Maravillas -antepasado del museo y las galerías de arte-, fue el lugar ideal para armar colecciones de objetos de distinta naturaleza. Sus paredes solían estar cubiertas de cuadros, estanterías con manuscritos y metales preciosos que, junto a esculturas mitológicas y animales embalsamados, conformaban un curioso teatro para los sentidos y el intelecto. Las cuatro obras que conforman Paraíso, recuerdan ese ejercicio barroco de combinar cosas aparentemente distantes. La pintura de José Pedro Godoy nos muestra una selva de cristal, donde animales y plantas son extraídos de un catálogo de objetos Swarovski. Esos modelos de cristalería fina, son trasladados a la tela por medio de la técnica del fotomontaje. Las figuras comienzan a aparecer tras la superposición de varias capas pictóricas, desde los últimos planos hasta culminar en los primeros. El artista utiliza una variación de la técnica de Rubens, produciendo una pintura al óleo que nos va introduciendo en una suerte de caleidoscopio, el que a su vez, va formando nuevas combinaciones que otorgan ritmo, intensidad y placer a la acción de mirar. En su instalación, Rosario Perriello también introduce nuevos ejercicios de visión, desde la búsqueda que impone la técnica pictórica por capas. La innovación de Perriello es transformar la pintura en una experimentación con ensamblajes de papeles recortados, los que van construyendo rizomas y recordándonos que la traducción plástica de la naturaleza es el resultado de la captura de sus equivalentes cromáticos. La autora sale -del cuadro- a recoger en su mundo cotidiano un vocabulario de contrastes y matices que logra reinventar hojas, follajes y malezas de color. Hay en este trabajo una invitación a desplazar el juicio, a darle un nuevo lugar a la libre asociación; una acción poética capaz de crear una “red de imágenes” en torno a una trama de recuerdos y asociaciones intuitivas, que van llenando un espacio aparentemente irreductible entre las cosas. Francisca Rojas elabora su investigación plástica a partir de residuos urbanos y materiales de demolición. Con ellos crea injertos artificiales que simulan extracciones de suelo o pequeños fragmentos arquitectónicos, donde lo macro y lo micro confluyen en la tarea de armar una colección de objetos encontrados e inventados al mismo tiempo. Al forzar la condición de memoria engañosa de sus objetos, la artista renueva la pregunta por el sentido de armar una historia, un archivo verosímil y cronológico de objetos artísticos. Una posible respuesta estaría en la capacidad de sus objetos de producir nuevas escalas de relaciones, como la antigua Perspicacia -de la que hablaba Emanuel Tesauro- que, hábil para penetrar en las cosas lejanas y también en las más pequeñas, modifica los sistemas perceptivos y cognitivos del observador. Otro ejercicio de extrañamiento, esta vez con la propia biografía, es el que realiza Marcela Duharte al desenterrar entre los escombros de la casa paterna la foto de sus abuelos, encontrada entre medio de un libro y luego reproducida en noventa cuadros de óleo sobre tela. Sin embargo, este trabajo de reconstrucción de la memoria familiar, a través de un procedimiento incisivo que amplía, enmarca y fragmenta una sola imagen, termina descargando a sus modelos de cualquier identificación personal. Aparecen en cambio, el poder de invocación y la fluidez arcaica de las imágenes, anulando de paso los significados retóricos de la evocación. Una constante de toda la muestra es, precisamente, la exigencia que cada una de las obras impone al espectador: la de capturar las zonas borrosas de la experiencia visual, aquellas que sólo quedan como huellas inconscientes en la memoria sensorial, reformulándolas en la invención de un paraíso artificial para experimentarlas.