Procedencia
La obra fue cedida en comodato por el artista en el contexto de la exposición La Muerte de Narciso (Modelos Encapsulados que se Despliegan Liberados de Capilla), realizada en Galería Gabriela Mistral desde el 25 marzo al 18 de abril de 1997. Ingresó al Estado en abril de 1999.
Sobre la obra
[…] Las pinturas de Enrique Matthey. Aunque abiertamente locuaces, fanfarronas casi, son cuadros que, por dentro, claman y reclaman la queda de su propia elocuencia. La saturada retórica que exhiben se profiere, también, a contrapelo. El suyo es un afán, diría yo, antipictórico.
Pintura que pinta contra la pintura…, Si se piensa que decir esto es mucho, lo pone de otra manera; lo que se celebra aquí no es una apoteosis -la divinidad se ha disipado ya, recordémoslo -sino la ceremonia de una deposición. ¿Adónde quisiera asomarse el oficiante?
Dos operaciones satíricas de rigor: acumular y mezclar. Las dos repercuten en un tercera (no hablo de secreto, sino del efecto): corromper. Puede que esto suene raro, si se piensa en el propósito moralizador que usualmente anima la sátira. […] Así, la sátira, que no se desenvuelve jamás en el contenido únicamente, sino también en la forma, corrompe la forma para salvar el contenido, corrompe el contenido para salvar la forma. Sólo que hace las dos cosas a la vez; por lo tanto, lo puro y lo corrupto deben estar en otra parte. El doble registro -el doble sentido, que en su doblez, por último, es indiscernible- es su régimen fundamental. Por eso, su matriz es irónica: bífida, siempre; hendida como résped.
La lengua es el centro de estos cuadros. Se la ve allí, refocilándose entre medio de los labios estereotipados de la seducción, dueña del único círculo, prevaleciente. ¿Arte Visual? No, arte lingual. Retórico, por tanto. ¿Qué es la retórica, si no es el tamaño de la lengua? Pero hay retóricas y retóricas. Unas se mantienen reunidas alrededor de la palabra, que es la elevación, la sublimación y el olvido de la lengua misma; otras habría que las devuelven a su fango primordial. La sátira juega, de una sola vez, a ambas cosas: es bífida, ya se dijo.
Decía que estos cuadros claman y reclaman la queda de su propia elocuencia. La raigambre de ésta, como de toda elocuencia, es histórica. No hay soltura ni facilidad sin ejercicio sostenido y transmitido en el tiempo, sin la memoria regular de las operaciones convenientes; no hay llegada para la soltura si el destinatario es ajeno a esa memoria. Toda retórica vive de la verosimilitud -la sorpresa destella contra ese fondo-, y la verosimilitud es creatura de la costumbre.
La costumbre a la que se refieren estos cuadros se llama “historia del arte”, “historia universal del arte”. Con ella tienen que habérselas, de ella quisieran deshacerse. Quisieran deshacerse, sí, a pesar de las apariencias y de las señas de admiración por las figuraciones espléndidas heredadas de un largo pretérito. Para conseguirlo, las repasan: repasar la historia es, en las pinturas de Matthey, el reconocible además académico, petulante. Pero eso no es todo, ni con mucho. Lo interesante estriba en cómo la repasan. Aquí entra en escena el instrumento y aquella lengua fangosa, untuosa de que hablaba. El pincel es una lengua que lame y relame la superficie mórbidamente. […].
Pablo Oyarzún